Por: Víctor García Camacho
México, D.F., (Redacción Lasalud.com.mx).- Ahora que está en la mesa de discusión el aumento al precio de los cigarros, ya sea mediante un aumento directo a su precio o mediante un impuesto hipócrita planteado por legisladores sometidos a la industria tabacalera, cabe hacer una reflexión: ¿de verdad disminuiría el consumo del tabaco al aumentar su precio?
Se dice que un fumador con una dependencia “leve” fuma por lo menos 20 cigarrillos al día, el primero de ellos aproximadamente media hora después de haberse levantado. Que alguien fume un cigarro antes de desayunar, o incluso de bañarse, ya parece en sí grave. ¿Estará alguien que ha llegado a este grado preocupado porque el precio de los cigarros aumente unos cuantos pesos?
Hasta hace un par de años, la Organización Mundial de la Salud (OMS) estimaba en 4.9 millones las muertes relacionadas con el tabaquismo cada año, y hoy en día dicho hábito es considerado como la principal causa de enfermedad y mortalidad evitable. Se pensará entonces que la medida tiene fines, ante todo, preventivos; si es así, la estrategia sigue siendo inadecuada. Tomemos como ejemplo la adicción a otra sustancia, digamos que una sustancia prohibida, la que el lector guste pensar. El precio de estas sustancias es mucho más alto que el de una cajetilla de cigarros, y sin embargo se siguen consumiendo en cantidades enormes.
Imaginemos cuántas veces ha aumentado el precio de los cigarros desde la primera vez que salieron al mercado, es más, imaginemos cuántas veces ha aumentado su precio de cinco años a la fecha; la mayoría de las personas que fuman actualmente podrán recordarlo. Es seguro que una cajetilla cuesta mucho más en diciembre del 2006 que lo que solía costar en diciembre del 2001, ¿sólo por eso han dejado de fumar quienes acostumbraban hacerlo? Una observación cruel: los fumadores que mueran en un determinado periodo de tiempo pueden ser sustituidos por otros fácilmente; he ahí el secreto. Puesto así, parecería que el negocio de las compañías tabacaleras está seguro y lo estará por mucho tiempo.
Tal vez haya sido por eso que, usando la lógica de “si no puedes con el enemigo, únetele” (o haz que se moche con las ganancias), las autoridades de salud promovieron hace un par de años algo tan absurdo como un acuerdo con las compañías tabacaleras para generar fondos que serían usados para combatir las enfermedades relacionadas con el tabaquismo. Pero tampoco se trata de hacer leña del árbol caído, tal vez dichas autoridades tenían algo más en mente (aunque no lo tuvieran muy claro), por ejemplo, que es sumamente difícil erradicar las causas últimas de un hábito como el tabaquismo el cual, finalmente, se trata de una elección muy personal.
Aquí viene la pregunta difícil: ¿Por qué fuman las personas? o al menos, ¿por qué lo hacen en exceso? Tampoco se puede satanizar a la gente que fuma, nadie puede erigirse inquisidor, y envolverse en la bandera del puritanismo que busca prohibir el consumo del tabaco en todos lados es más que insoportable. De hecho, difícilmente un cigarro después de la comida podría causar un gran daño a alguien y sí, en cambio, puede dar pie a pláticas memorables.
Limitémonos entonces al consumo excesivo de tabaco, aquel que nos hace imaginar que la persona que fuma un cigarrillo tras otro durante todo el día ya ni siquiera lo hace por placer, sino por puro estrés, manía o vaya Dios a saber qué motivaciones.
Son de sobra conocidos los efectos nocivos del tabaco en el cuerpo humano: cáncer, hipertensión, enfermedades cardiacas, enfermedad pulmonar y bronquitis crónicas, entre otras. La nicotina actúa como estimulante y como depresor sobre el cuerpo, incrementa la actividad intestinal, la saliva y las secreciones bronquiales. Estimula el sistema nervioso para después deprimir los músculos en las vías respiratorias. Como agente productor de euforia, la nicotina provoca relajación en situaciones estresantes.
Entre otras cosas, la nicotina estimula temporalmente la memoria y la lucidez. Las personas que usan el tabaco frecuentemente dependen de él para ayudarles a cumplir ciertas tareas a niveles de desempeño específico. También tiende a ser un “anorexígeno”, o supresor del apetito.
Si una persona, al fumar, busca tranquilizarse, sentirse bien, más lúcido y olvidarse de que tiene que comer, entonces la batalla de las autoridades de salud está perdida. No hay (ni habrá) políticas públicas ni medicamentos capaces de cumplir tales expectativas. Esto sin contar con la idea de que fumar es algo que hace lucir bien e interesantes a las personas (hay quien lo piensa).
El presente texto no tiene la menor intención de brindar soluciones para las afecciones nerviosas o emocionales de los demás. Lo único que puede señalar con certeza es que esas soluciones no están en una cajetilla de cigarros y mucho menos en un aumento al precio de los mismos. Una buena razón para dejar de fumar es imaginarnos a los dueños de los emporios tabacaleros disfrutando de nuestro dinero, bueno, esa es una razón personal. En el fondo, es irrelevante que el precio suba o no; recordemos que fumar o no hacerlo es una decisión personal.
Nadie puede prohibirnos fumar (siempre y cuando no le echemos el humo en plena cara), pero tampoco nadie puede obligarnos a hacerlo, ni los amigos, ni la publicidad, ni las tensiones. Gracias a las autoridades por preocuparse y a las tabacaleras por tenernos “siempre en mente”, pero esta decisión es personal y la vamos a tomar con madurez.